Lo bizarro, o mejor dicho, lo bizarre, no es una simple moda, pese a que esté más de moda que nunca. Ahora está tanto de moda lo bizarr(o) como ser bizarr(o). Vuelven los 80 porque los 80 eran una mierda hortera. Vestirse con los trapos más inmundos de la década más aborrecible (culturalmente hablando, claro) mola, sino daros una vuelta por el Primavera Sound o cualquier otro contubernio de modernos. Pero el gusto por lo freak, sanamente entendido, es decir, amar lo bizarr(o) sin querer ser parte de ello, siempre estuvo ahí.
Lo bizarr(o) es más antiguo que el cagar. A nuestros abuelos, bisabuelos, tatarabuelos... les gustaba reirse de lo extraño, extravagante y/o extrahumano, como los fenómenos de barraca, enanos, mujeres barbudas y demás tópicos de feria ambulante. Quizás me sobrepase al decir NUESTROS abuelos, pues la inmensa mayoría de nuestros ancestros probablemente no hubieran visto un circo en toda su puta vida, si alguna relación pudieron tener con el circo seguramente se acerque más al de fenómeno que al de público. Entiéndase bien lo anterior, los seres primigéneos gallegos estarían sachando en su leira de sol a sol y tendrían manos como portaviones. Pero la gente bien de la época, snobs, yeyés y gambiteros de entonces, los de la jet-set parisina y sucursales, gozaban de lo lindo con lo raro-raro-raro. Incluso hacían lo posible para introducir lo raro en sus círculos, de este modo no tendrían que acercarse a la chusma y mancharse sus vestidos con el polvo del circo. Con este fin cuando uno de los suyos les salía rarito pero divertido, a lo Cañita Brava, lo acogían en su seno cual hijo pródigo.
Todo lo anterior es una chorrada de infarto que me permite introducir a la gran figura de los selectos circuitos musicales estadounidenses de los años 20, 30 y 40, Florence Foster Jenkins, soprano sin par, que hacía las delicias de los apoderados filadelfinos y neoyorkinos. La comparación con Cañita no es baladí, pues esta señora estaba convencida de su genialidad como el que más, se creía una figura de primer nivel sin preguntarse qué rayos significaban aquellas risotadas a mandíbula suelta del respetable.
Un detalle interesante es que su canción favorita era, ejem, "Clavelitos", de Joaquín Valverde, no son los clavelitos que todos pensamos, pero es inevitable pensar que esta mujer parece más dada a entrar en la tuna de Alcalá de Henares que en la Scala de Milán.
Todo lo anterior es una chorrada de infarto que me permite introducir a la gran figura de los selectos circuitos musicales estadounidenses de los años 20, 30 y 40, Florence Foster Jenkins, soprano sin par, que hacía las delicias de los apoderados filadelfinos y neoyorkinos. La comparación con Cañita no es baladí, pues esta señora estaba convencida de su genialidad como el que más, se creía una figura de primer nivel sin preguntarse qué rayos significaban aquellas risotadas a mandíbula suelta del respetable.
Un detalle interesante es que su canción favorita era, ejem, "Clavelitos", de Joaquín Valverde, no son los clavelitos que todos pensamos, pero es inevitable pensar que esta mujer parece más dada a entrar en la tuna de Alcalá de Henares que en la Scala de Milán.
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